La época de Mayo en la Literatura Argentina

(1800-1830)

di Maria Bonatti

Es lícito suponer que una literatura nacional comience con la Nación. Sin embargo, ya sabemos que tal supuesto no es axiomático, y que debido a ello existe desacuerdo entre los historiadores acerca de si el estudio de la literatura argentina ha de iniciarse coincidente con el despuntar de la nacionalidad o con los antecedentes coloniales, que de alguna manera la prefiguran. La realidad dice que, en 1810, las Provincias Unidas del Río de la Plata definen la aspiración de ocupar por derecho propio un lugar en el concierto de los países de Occidente y concretan la faz política de una entidad americana que se erige como nación libre tras casi cuatro siglos de coloniaje. Pero la realidad dice que semejante definición no ocurre al propio tiempo en la faz cultural y espiritual, donde su personalidad quedará aún sin perfilar por largos años; ni mucho menos ocurre en el orden particular de lo literario donde la gravitación de un modo expresivo de origen metropolitano será sólido cordón umbilical. Queda con esto anticipado que al producirse la Emancipación no aparecerán simultáneamente nuevos movimientos literarios, y que las descoloridas muestras que durante bastante tiempo se hallarán son prolongación y reflejo de actitudes culturales y expresivas preexistentes, de origen español y europeo. Tampoco aparece, de buenas a primeras, la definición de una entidad literaria consecuente con la entidad política aunque serán perceptibles los esfuerzos por lograrla. Prácticamente hasta 1830 se prolonga la penetración espiritual de la Colonia en la literatura de la patria emancipada. El signo más visible en busca de una diversificación queda registrado en la relación de la lírica con la causa de la Revolución y los esfuerzos de aquélla por ponerse a tono con ésta.
El lapso comprendido entre 1800 y 1830, en las Provincias Unidas del Río de la Plata, está signado por hechos políticos, militares, sociales, culturales y económicos que deben ser tenidos en cuenta para su comprensión, desde el punto de vista de las realizaciones literarias. Se hace la revolución de Mayo. El territorio del antiguo virreinato del Río de la Plata pasa del carácter de Colonia al de Nación por decisión de un núcleo de nativos. Y estos cambian su condición de vasallos de la corona española por la de ciudadanos libres.
Este hecho trascendental obedece a antecedentes - lejanos unos, próximos otros -, y vertebra acontecimientos sin solución de continuidad a través de las tres décadas antes señaladas.
Entre los influjos distantes cuentan, en primer lugar, la penetración racionalista y liberal que ya se ha visto actuar durante todo el virreinato; en segundo término, los ecos de la independencia de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa. Entre los próximos, la ocupación napoleónica en España y las frustradas invasiones inglesas en el Río de la Plata. Los primeros actuaron a modo de ejemplo y constituyeron un fermento ideológico; los segundos derivaron en inquietudes económicas y sociales, en reclamos de libre comercio, en la revelación de las posibilidades políticas de los criollos ante el deslucido papel de los españoles.
El proceso desembocado en el 25 de Mayo de 1810 se incuba en aquellos factores, pero marca en los actores dos nítidas tendencias, reflejadas en la integración de la Primera Junta de gobierno patrio: moderados conservadores y renovadores liberales, saavedristas y morenistas.
Cupo a la nueva nación llevar las inquietudes libertadoras a países vecinos y enfrentar al español en los campos de batalla, con suerte alterna, donde por ejemplo, expediciones, como la del Alto Perú, conoce insurrecciones; la de Córdoba, triunfos como los de Potosí y desastres como el de Huaqui; la del Paraguay tropieza con adversidades climáticas y fracasos, pero resultan no menos importantes para la liberación de los pueblos sojuzgados por España. Luego, con la llegada de militares y personalidades - que dejaron el servicio de España: San Martín, Alvear y Zapiola - y de las facultades concedidas a civiles experimentados como Manuel Belgrano, se organizarán ejércitos regulares que alcanzarán triunfos decisivos en Salta y Tucumán, Chacabuco y Maipú, hasta conseguir llevar fuera del territorio patrio al enemigo y derrotarlo, ya en la década 1820-1830, definitivamente.
 
 
Las promociones intelectuales
 
Tan ardua como la lucha en los campos de batalla fueron: la convivencia entre peninsulares y criollos en los centros urbanos; el problema de organizar el país, entre enemigos solapados, sucesivos gobiernos o desgobiernos - Junta, Triunvirato, Directorio -, hasta llegar al día nefasto "de los tres gobernadores" y desencadenar la ola de anarquía que ocasionará conflictos a la nueva nación durante largos años.
Entre los hitos comprendidos desde el comienzo del siglo XIX hasta 1830, la fisonomía cultural y social del virreinato del Río de la Plata, primero, y la de las Provincias Unidas, después, ofrece relativa continuidad de rasgos, pese a las variantes políticas y jurídicas al ser proclamada nación libre la antigua colonia hispana.
Esa continuidad procede de los hombres que actúan en una y otra; de las mismas condiciones culturales sobrevivientes, con una ínfima minoría letrada y mayorías - urbanas, suburbanas y campesinas - analfabetas; de las formas de educación recibida, teocrática, humanista por vía escolar oficial y, subrepticiamente, en algunos casos, por escapes liberales, racionalistas, enciclopedistas y progresistas. En esos treinta años (1800-1830) transcurren dos promociones intelectuales en relación con lo que ya cabe denominar cultura y letras argentinas.
Ambas son muy semejantes en formación, orientaciones y gustos; una actúa desde los primeros días del siglo, tiene participación activa en la gestación de la patria nueva y aunque en su seno hay renovadores y reaccionarios, progresistas y conservadores, deja un saldo positivo y básico; otra, nucleada hacia 1821, en torno de la figura de Bernardino Rivadavia, por los que eran apenas niños o adolescentes en los días de la gesta maya. En la Primera no hay escritores con vocación literaria; es la ocasión política la que los mueve a valerse de la pluma para servir a sus ideas o a la causa política abrazada.
Escriben en periódicos efímeros y en hojas volanderas. No publican libros de creación y sólo uno de ellos - el presbítero tucumano José Antonio Molina - abrocha un cuadernillo de poesías navideñas. Sin embargo, casi todos escriben versos patrióticos para enardecer el fervor ciudadano, para significar las victorias de las armas criollas contra los godos. Son versos retóricos, fieles a las humanidades escolares y de no mediar la circunstancia feliz y práctica de la compilación colectiva, realizada en 1824, en La lira argentina, por Ramón Díaz, se hubieran perdido y olvidado sin pena ni gloria. Entre estos poetas de la Revolución de la primera promoción, se sitúan: Fray Cayetano Rodríguez (1761-1823), José A. Molina (1773-1838), Juan Ramón Rojas (1784-1824), Vicente López y Planes (1785-1856), Esteban de Luca (1786-1824), Bartolomé Hidalgo (1788-1822). Predomina en ellos la lírica patriótica, aunque como se verá, esporádicamente, algunos de ellos ensayen otras especies líricas ajenas a la inspiración revolucionaria. Algunos fogosos adalides políticos, como Mariano Moreno (1778-1811) y Bernardo Monteagudo (1785-1825) ejercitan el fervor combatiente en el mismo grupo, a través de prosas militantes. Y no falta algún teórico moderado, como el deán Gregorio Funes (1749-1829), que intenta la filosofía y la historia del proceso.
La segunda promoción agrupa a jóvenes liberales y progresistas, conocidos también como "los unitarios del año 25", según los denominó Sarmiento, europeizantes, razonadores, emprendedores y faltos de sentido práctico.
Entre ellos, la figura de Juan Cruz Varela (1794-1839) emerge nítida, como la del primer poeta "nacido con vocación poética" en el Río de la Plata: el primero, también, que ordena, en 1831, los originales de un propio libro de poemas. Luego, Manuel Belgrano (1800?-1839), sobrino homónimo del prócer, con inquietudes dramáticas; Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824), vocero de nuevas filosofías y didácticas, se verá duramente combatido por anquilosados profesores escolásticos; y Florencio Varela (1807-1848), hermano de Juan Cruz, feliz satírico, con algún despunte prerromántico.
Las condiciones de los ambientes en que una y otra promoción actúan son diversas.
Los hombres de Mayo enfrentan el régimen político-social hispano, las ideas tradicionales, los prejuicios anticriollistas, la postergación como nativos. Deben padecer previamente tal estado de cosas y sobreponerse a él; luego, con los balbuceos y los primeros pasos de la incierta patria nueva, deben pagar el duro precio de la inexperiencia política, de los intereses creados comprometidos, del sostenimiento de ejércitos improvisados en la lucha contra los españoles. Todo ello determina grados de absorción y dispersión y se refleja en los rasgos de una literatura ocasional, al servicio de la causa patriótica - unas veces armas, otras desahogo - siempre bajo la advocación seudoclasicista, con apelaciones mitológicas de uso corriente y aferrados a preceptos seudoaristotélicos.
Los hombres de la segunda promoción ven ya paulatinamente alejado al enemigo extranjero, las luchas postrimeras en campos de batalla lejanos; pero tropiezan con las crisis interiores, con fiebres de crecimiento, con la anarquía y las facciones, con la desorganización política y las ambiciones. Tampoco ellos encuentran un terreno consolidado para la firme y permanente labor en el campo exclusivamente literario y se realizan sólo parcialmente, aunque albergan el presentimiento de escuelas nuevas y posibilidades de expresión distintas.
Desde el punto de vista de las doctrinas estéticas que se reflejarán en lo literario, de las corrientes y actitudes culturales anteriores, con la entrada del siglo XIX se advierte en el ámbito de las letras rioplatenses la paulatina desaparición de los rasgos barrocos y gongoristas que sobreviven lánguidos entre ataduras retóricas y preceptos seudoclásicos. Las rigideces canónicas de la escuela dieciochesca esquivan las efusiones sentimentales e imaginativas, para buscar un énfasis elocuente y oratorio, donde los modelos tribunicios de Quintana, Cienfuegos o Gallegos tienen predilección antes que las delicadezas a lo Meléndez Valdez. El tema patriótico se asocia a un aparato mitológico escolar y convencional. Todo es fórmula y, en general, falta la autenticidad de lo espontáneo. Una temática que ahora podría llamarse "argentina", sigue montada en una estructura formal que puede llamarse "española".
De hecho, en las expresiones literarias rioplatenses hasta 1830 - salvo los brotes populares y gauchescos tempranos - no hay nada nuevo. Nada que diferencie de lo hispano, de la Colonia. Prácticamente, hasta 1830 se vive una prolongación espiritual de la Colonia en el orden intelectual, aunque en las conciencias más lúcidas se busque acompañar la libertad política con la libertad mental.
 
 
Las especies cultivadas
 
En la convergencia y simultaneísmo de esa triple concurrencia de los esfumados y paulatinamente postergados alientos barrocos y gongoristas, de los diáfanos planteos racionalistas, de las rigideces canónicas seudoclásicas, y de la ideología enciclopedista, pugnan en las tres primeras décadas de la patria nueva varias manifestaciones del quehacer literario, fundamentalmente de carácter lírico, aunque de un lirismo complejo. Pues la poesía patriótica o las relaciones gauchescas se asoman, a veces, a lo épico convencional. En un orden cronológico de aparición, esas experiencias líricas incluyen: la sátira, producto de desasosiegos íntimos; la reminiscencia virgiliana, nacida de inquietudes vinculadas con la agricultura y la economía; la inflexión gauchesca, que promete un telurismo definidor. En otro orden genérico, la dramática, de clara militancia ideológica. Podría añadirse marginalmente, quizá, la prosa política, el ensayo histórico; pero quedan éstos fuera de la creación literaria propiamente dicha.
Estos elementos, a pesar de instrumentarse dentro de la faz política de la nueva nación, marcan visiblemente una prolongación espiritual de la Colonia en su tono escolástico y teocrático, tanto en los principios institucionales como en las capas sociales que reflejan. Pero su rasgo más característico, y no por cierto de superficie, reside en la lucha íntima que sostienen por plasmar una fisonomía propia. De hecho, y a través de alternativas diversas, el lapso transcurrido entre 1810 y 1830 en las letras rioplatenses lleva este conflicto como trasfondo, que podrá advertirse en todas las manifestaciones espirituales. En la inevitable síntesis que reclama un panorama histórico de la naturaleza del presente será preciso recorrer algunas de esas manifestaciones en el orden literario a través de la formas satíricas, del virgilianismo, de la formulación patriótica, de la actitud lírica y de la expresión dramática, porque es a través de ellas donde parecen darse los signos más característicos que conducen al despertar de una expresión literaria nacional. A través de géneros y especies se descubre una diversidad de productos que no alcanzan originalidad y personalidad auténticas.
En cada uno de ellos queda visible la inmediata raíz colonial. De ahí que la elección del año 1830 como límite convencional para otear los albores de la literatura argentina signifique también que la siguiente actitud estética rioplatense, la romántica, se esfuerce por cortar los vínculos que en lo espiritual aún la atan a la Colonia, y se plantee la necesidad de una emancipación intelectual semejante a la política, para lanzarse a la búsqueda de una expresión que pueda llamarse propia.
 
 
Desahogo por la sátira
 
Producto de inhibiciones pasionales motivadas por el racionalismo y del freno sentimental-imaginativo que diluyó o restringió la lírica hispánica del siglo XVIII, florecen en la España borbónica la sátira poética y la polémica, como escapes naturales para aquellas contenciones. El desahogo íntimo corre evidente desde las Fábulas literarias de Iriarte hasta los encontronazos de Clavijo y Fajardo con Romea o Francisco M. Nipho; desde las Sátiras de Jorge Pitillas y de Torres de Villarroel hasta las de Leandro Fernández de Moratín; o de Los eruditos a la violeta de Cadalso a El asno erudito, de Forner. Todo habla de encrespamiento y escapes pasionales traducidos en duelo de pluma y tinta.
Algo de ese belicismo literario dieciochesco se transplanta al Río de la Plata, y su reflejo se percibe en la Sátira (1786) de Manuel J. de Lavardén, donde el autor de Siripo campea en defensa de Juan Baltasar Maziel, duramente fustigado, desde Buenos Aires y desde Lima, por dos sonetos que compuso en elogio del virrey Loreto. "La Sátira - ha escrito Emilio Carilla - nos pone por primera vez en la historia literaria de Buenos Aires en presencia de una personalidad definida. Breve fruto, eso sí, significativo de una pujanza después corroborada. La Sátira revela, además, casi al margen de los límites poéticos, un optimismo social, un orgullo ciudadano sin duda prematuro, pero briosamente sostenido en los siglos posteriores"1.
En esta modalidad satírica, a partir de 1801, con la aparición del Telégrafo Mercantil, se registra una serie de letrillas de dudoso buen gusto, muchas de ellas debidas a la pluma del propio editor del periódico, Francisco A. Cabello y Mesa.
Mayor originalidad y sentido estético revela Domingo de Azcuénaga (1758-1821), autor de fábulas que constituyen la parte apreciable de su producción literaria. En el Telégrafo Mercantil aparecieron: "El toro, el oso y el lobo"; "El mono enfermo"; "El águila, el león y el cordero"; "El comerciante y la cotorra"; "Los papagayos y la lechuza"; "Los sátiros" y "El mono y el tordo", todas ellas intencionadas y concernientes al medio rioplatense. Después de la Emancipación, en actitud de escéptico espectador, Azcuénaga siguió apuntando, con cierto buen humor, las vicisitudes de la patria naciente, en la inestabilidad de gobiernos e instituciones.
En la tertulia de Esteban de Luca, un personaje pintoresco del Buenos Aires rivadaviano llamado "el loco Tartaz", recita la sátira de Fray Cayetano Rodríguez (1761-1823). "El sueño de Eulalia contado a Flora", en cuya ingenuidad trasunta alguna picardía criolla, al recriminar a las mujeres partidarias de los españoles, y un cuadro de época que sobrevive a título documental.
En otro tenor, La Lira Argentina, antología reunida por Ramón Díaz en 1824 y editada en París, ha conservado piezas sueltas del iracundo Padre Castañeda; sátiras gruesas e ingeniosas, en muchos casos con las correspondientes réplicas encubiertas tras pintorescos seudónimos. En dicho volumen se han conservado, también, primicias de la expresión satírica en lenguaje agauchado, como aquel importante cielo, sin duda proveniente del ingenio de Bartolomé Hidalgo (1788-1822), titulado: Un gaucho de la guardia del Monte contesta al manifiesto de Fernando VII y saluda al conde de Casa-Flores con el siguiente cielito escrito en su idioma, que en más de un pasaje resulta paráfrasis directa de El contrato social de Rousseau.
La poesía satírica, en los albores patrios, se vigoriza a través de la pluma de Juan Cruz Varela (1794-1839). Cuando en la antes citada Sátira, Lavardén se colocaba a la defensiva, advirtiendo:
 
Yo no nací poeta ni presumo
que con las hojarascas de Parnaso
en torno de mi féretro hagan humo...
Porque ello es cierto que el poeta nace
y que el que no lo sacó del menudillo
en vano la mollera se deshace... 2
 
en realidad anticipaba una profecía amplia y de largo alcance, intuyendo cuál sería la condición de futuros versificadores rioplatenses. Porque quienes por azares y contingencias de la militancia patriótica debieron empuñar a un tiempo pluma y espada, fueron tanto soldados como poetas por imperio de las circunstancias. Las Humanidades de la universidad colonial y teocrática vinieron en socorro de las ideas y movieron las plumas, pero el hechizo poético les fue negado.
Sólo - y no en todos los casos - elocuencia y ardor para suplir el numen.
Con Juan Varela, en cambio, despuntan el don poético y la decidida vocación literaria, quizá por primera vez desde las horas de Mayo.
Ello se advierte en varios pormenores señalables: es el primero que deja reunido un conjunto orgánico y personal de poemas (1831), dispuesto para la publicación; es el primero que aborda, decididamente y sin actitudes furtivas, la lírica erótica. Hasta su manifestación, sólo la sátira y la poesía patriótica habían sido las especies predilectas de los improvisados vates; la lírica intimista sólo aparecía en esporádicas elegías o notas cortesanas.
En el conocido estudio que Juan María Gutiérrez dedica a Juan Cruz Varela3, no trata la vena satírica y polemista evidenciada por éste. Pero en dicho estudio la atención está centrada en la vena política, en la defensa de la causa rivadaviana, y el eje de las referencias finca en el periódico El Granizo. Sin embargo, entre las páginas que Varela alistó en 1831 para la posible edición dio cabida a algunos epigramas, cuya resonancias ponen una nota desusada de implicaciones sexuales, acerba crítica a vicios sociales y disparos antimilitaristas, que debieron preocupar seriamente a ciertos sectores de sobrevivencia colonial.
En los días de la guerra con Brasil, proliferan las sátiras contra los portugueses y, entre ellas, hay una, frecuentemente citada por los historiadores del teatro, pero por muy pocos analizada; y menos aún, advertidos sus antecedentes. Se trata de la "Oda a la acción naval del 11 del junio de 1826 en elogio del general Norton", firmada con el seudónimo de "El bagre sapo" y generalmente conocida con la denominación de "Oda de bagre sapo". Es ella una especie mínima de poema burlesco del tipo de la Batracomiomaquia o de La mosquea. A partir de una afirmación de Mariano Bosch suele atribuirse a Florencio Varela (1807-1848), también conocido satirista por la Epístola sobre el estado actual de nuestra jurisprudencia (1831); pero algunos rasgos de estilo hacen sospechar que el autor pudiera ser Juan Cruz Varela.
Aunque exceda el margen elegido de 1830 y por lo tanto el lector vuelva a tener noticias de ella más adelante, no es posible dejar de mencionar aquí, porque de hecho cierra un primer ciclo de poesía satírica argentina, la poco conocida Sátira a los periodistas argentinos (1832) de Esteban Echeverría. Compuesta con motivo de las críticas que le fueron formuladas en El Lucero, La Gaceta mercantil y el British Packet a su poema Elvira o la novia del Plata, esta sátira traduce los atisbos de un conflicto en marcha entre dos sensibilidades antagónicas, de una decisión que va hacia la independencia intelectual, y que emerge de entre un abigarrado material de periodismo, satírico, mucho de él en tono gauchesco, típico de los primeros años de la época rosista.
 
 
El virgilianismo poético
 
Con una curiosa mezcla de la filosofía de la naturaleza, característica del siglo XVIII, de las doctrinas de los fisiócratas y librecambistas, y de los planteos políticos-económicos semejantes a los que en Roma determinaron a Virgilio la contribución de Las Geórgicas, en el Río de la Plata aparecen tempranamente ecos de esa prédica que se vale de la poesía para advertir el significado de la riqueza y fertilidad de las tierras, la necesidad de su explotación y las ventajas de la vida simple junto a la naturaleza, y, al proprio tiempo, clamar ante el grave problema que comporta el abandono del laboreo de los campos y el hacinamiento popular en las ciudades. Ya había ocurrido esto con Lavardén.
Un mes antes de la Revolución de Mayo, Vincente López y Planes (1785-1856) publica en el número 8 del Censor Comercial (21-4-1810) la prosaica oda Delicias del labrador, netamente virgiliana, en su elogio de la vida sencilla del hombre de las estancias. La domesticidad del idílico cuadro presentado por el autor del Himno Nacional está dentro de una intención - de neta influencia roussoniana - a la que concurren también perceptibles intereses económicos rioplatenses, fácilmente individualizables en sucesivos artículos periodísticos reiterados desde los días del Telégrafo Mercantil, del Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, del Correo de Comercio, del Censor Comercial y, también, de la conocida Representación a nombre de los hacendados, de Mariano Moreno (1778-1811). La misma que se reitera luego en el brioso artículo "Economía rural", de Esteban de Luca (1786-1824) y que da pie, más tarde, a la elocuente oda Al pueblo de Buenos Aires, de este último.
El virgilianismo, entre 1810 y 1830, ofrece una última expresión utilitaria en el ámbito literario rioplatense, a través de la Profecía de la grandeza de Buenos Aires, de Juan Cruz Varela, en la cual, bajo la presión de especiales orientaciones políticas, las fronteras entre campo y ciudad quedan borradas en mutuo enriquecimiento.
Recuérdese que esta composición nacida de las críticas que los medios reaccionarios hicieron a los proyectos rivadavianos, es de 1822. Su contenido es verdaderamente profético, pero además comporta inquisiciones sobre aspectos a los cuales no siempre han estado alerta los historiadores. ¿Por qué el virgilianismo coincide con los momentos de impulsos progresista? ¿Por qué durante la posterior vigencia romántica se transforma en elemento decorativo: paisaje, naturaleza, etcétera? No debe olvidarse, tampoco, que para reencontrar la corriente virgilianista de las letras argentinas habrá que esperar el Facundo (1845), de Sarmiento; o El Tempe Argentino (1858), de Marcos Sastre, y ambos en prosa.
 
 
Las actitudes lírico sentimentales
 
En las letras argentinas, contrariamente al presupuesto de Víctor Hugo, la lírica tiene tardía aparición. Al afirmarlo, claro está, debe pensarse en la lírica propiamente dicha, la de las efusiones sentimentales, personales e íntimas; porque tomada la designación en sentido amplio, es indudable que también vibran en cuerda lírica los desahogos satíricos, las notas virgilianas y la enfervorizada poesía cívica.
Dentro de la actitud poética de la Colonia, la lírica propiamente dicha se manifiesta en acartonadas genuflexiones cortesanas o en religiosidades de superficie, o en las manifestaciones esporádicas o enmascaradas de Tejeda. Con la entrada del siglo XIX, la presencia de la Oda al Paraná de Lavardén y la secuela de elogios e imitaciones poéticas que desencadena confirman una conducta lírica fundada en elementos externos y descriptivos, así como la ausencia de intimismos y notas eróticas.
Los poetas de la Revolución también velan, pudibundos, los sentimientos personales y no son flautas ni sistros los que suenan en sus estrofas, sino cívicas trompetas. Algunos escapes sentimentales, a pesar de todo, han quedado registrados en versos muy ocultos, como aquellos de Esteban de Luca que rescatara Juan Cruz Varela, consagrados a Una rosa o al dolor por la prematura muerte de su hermana. O bien los motivados por las esquiveces de la amada. O bien los de Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824): Las flores, A una rosa, Ella en el baño, y una extensa Elegía en torno de un juramento matrimonial no cumplido. Otro tanto ocurre con Juan Ramón Rojas (1784-1824), de quien sólo suelen mencionarse las poesías patrióticas, mientras que las composiciones erótico-sentimentales han caído en completo olvido o se han perdido. Un caso como el del presbítero José Antonio Molina (1773-1838), compositor de villancicos y pastorelas, es excepcional. Quizá la nota elegíaca sea la única expresión no reprimida que en los poetas cívicos pueda asentar y contrapartida de la poesía patriótica. Y esa nota suena generalmente en circunstancias luctuosas, como ocurre, por ejemplo, luego de la desaparición del general Belgrano.
Aquí también, como en el caso de la poesía satírica, para hallar la presencia de un ingenio lírico auténtico, hay que aguardar el arribo de Juan Cruz Varela, el primero, como ya se dijo, de los escritores argentinos de decidida vocación literaria. "En mi juventud - escribirá Varela en la "Advertencia" preparada para sus Poesías completas - me ejercité casi exclusivamente en el género erótico, pero he condenado al olvido la mayor parte de mis composiciones amatorias, conservando solamente aquellas que puedan, sin inconveniente, salir del estrecho círculo de la amistad y de las relaciones más íntimas". Cuando se recorre el volumen, los nombres de Laura, Delia, Elvira, Élida, Dorila, Cintia, etcétera, ponen un toque no aparecido hasta entonces en ningún otro poeta argentino.
Encabalgadas en dudosa especie lírico-filosófica, en los primeros años de la patria, se encuentran algunas composiciones de tono reflexivo, como por ejemplo las Octavas de Pantaleón Rivarola (1754-1821) sobre las invasiones inglesas; las odas de Juan Cruz Varela: Sobre la invención y libertad de la imprenta, La superstición, A la juventud argentina, etcétera; o las de Florencio Varela: A la concordia, A la hermandad de caridad de Montevideo.
 
 
La poesía cívica y patriótica
 
Relacionada con las empresas y contiendas libertadoras y constituyendo vehículo de alientos y proselitismos en favor de la causa nacional, se registra en las décadas iniciales de la nacionalidad una poesía cívica característica, compuesta por letrados de la revolución que se improvisan poetas. Con el bagaje retórico de las humanidades clásicas, proporcionado por la educación teocrática de la Colonia, suplen el don poético que la naturaleza no les concedió. De ahí que casi siempre sus poemas resulten, en lo formal, prosas metrificadas, engoladas, con los infaltables aderezos retóricos y la interferencia seudoclásica de Febos y Mavortes, Apolos, Belonas, Ceres y Pomonas. En cambio, desde el punto de vista de sus contenidos, el conjunto de la poesía patriótica, entre 1810 y 1830, coincide con las ideas de libertad y lucha contra tiranos y absolutismos, contra sumisiones y vasallaje de cualquier tipo que fueran. Por eso canta a los héroes del día, a los vencedores en los campos de batalla donde se lucha contra el godo. Así nacen himnos, canciones, encomios. Con razón ha podido afirmar Juan María Gutiérrez en el ensayo La literatura de Mayo, que "los orígenes de nuestra poesía patria son purísimos como las aguas de manantial que brota de una colina virgen sombreada de mirtos y de palmeras, y rodean este cuadro sencillo todas las inocencias de forma, todas las inexperiencias de estilo que son de esperarse en una situación en que los actores del gran drama de la revolución aprenden su papel al mismo tiempo que lo representan. Pero estos artistas inspirados sienten dentro de sí el entusiasmo y el fervor del patriotismo, el odio por los mandones ineptos y codiciosos, y les hierve en el pecho la venganza de grandes ofensas causadas a la dignidad humana por la fuerza, el fanatismo y la injusticia. Estos sentimientos se convierten en cuerdas de lira, y el eco de la tempestad se deja sentir en los primeros cantos, por débil e inexperimentada que sea la mano que hiere aquellas cuerdas"4.
Por otra parte, es curioso y, además, motivo de renovado respeto, el hecho que esa poesía patriótica clamante contra España, en realidad sólo cuente con dos posibilidades de expresión: la adquirida a través de las humanidades clásicas en la imitación de Píndaro, Horacio, Virgilio, y otros; o la recibida de la propia España, por influencia de Arriaza, Gallegos, Jovellanos, Cienfuegos, Quintana, o los lejanos Herrera, Góngora y Calderón. La lírica inglesa o la francesa no eran conocidas con la misma inmediatez que las ideologías racionalistas y enciclopedistas. De ahí los desconciertos entre forma y fondo advertidos en muchos poemas cívicos de la época de infancia de las letras argentinas.
El caudal de esa poesía patriótica corre en volantes, periódicos, manuscritos o recitaciones en salones, tertulias y actos conmemorativos: quizá deba señalarse como otra prueba de la ausencia de absorbente vocación literaria de sus autores. El hecho de que - salvo una vez más Juan Cruz Varela y un tímido opúsculo de cinco composiciones patrióticas reunido en 1830 por su hermano Florencio - ninguno intente reunirla en libro o, en muchos casos, ni siquiera individualizarla categóricamente. De no mediar la feliz empresa de Ramón Díaz, concretada en la edición de la Lira Argentina (1824) y, poco después, la gestión oficial rivadiana concretada en la Colección de Poesías Patrióticas - más tamizada e individualizados los autores -, mucha de ella se hubiera perdido irremediablemente. "Al dar a luz - expresa en el prólogo el editor de La Lira Argentina - la colección de todas las piezas poéticas o de simple versificación que han salido en Buenos-Ayres durante la guerra de la independencia, no he sido animado de otro deseo que el de redimir del olvido de esos rasgos del arte divino con que nuestros guerreros se animaban en los combates de aquella lucha gloriosa; con que el entusiasmo y el amor de la patria explicaba sus transportes en la marcha que emprendimos hacia la independencia...".
La Lira Argentina se abre con el "Himno Nacional" y se cierra con el "El Triunfo Argentino", el canto con que Vicente López y Planes celebra la suerte de las invasiones inglesas. Díaz lo incluye en esta colección, fuera del orden cronológico, porque entiende que con él se anuncia la bravura y genio belicoso del futuro argentino libre. La mayor parte de las composiciones insertas en La Lira Argentina no menciona a sus autores, cuya individualización ha sido posterior tarea de la crítica y erudición.
La Colección de Poesías Patrióticas tuvo menor fortuna editorial. Posiblemente nacida como réplica a los descuidos de la anterior selección, incluye, además, algunos poemas fechados en 1825. La compilación se divide en dos partes: canciones y odas, y cantos. Impreso el volumen, de trescientas cincuenta y tres páginas, no se concluyó ni su portada, ni su índice, pues la empresa comercial fue abandonada. Sólo circularon algunos ejemplares en rama, hoy rarísimos.
Entre los cultores de la poesía patriótica, el nombre de Esteban de Luca reclama un primer plano. Su contribución se conserva hoy más viva - salvo, por supuesto, el Himno Nacional - que la de Vicente López y Planes, en razón del mayor dinamismo de estilo y de la elocuencia que lo impulsa.
Composiciones como Montevideo rendido, Canto lírico a la libertad de Lima, A la victoria de Chacabuco, al vencedor de Maipo, son - según ha puntualizado Roberto Giusti - "antes que alta poesía, actos de fe cumplidos con un deber patriótico, fervorosos boletines de victoria, redactados con ilustración y talento"5.
Juan Ramón Rojas también cantó El sitio de Montevideo y, los triunfos de Maipo y Chacabuco, altisonante, impetuoso, desordenado. Fray Cayetano Rodríquez con Al paso de los Andes y Victoria de Chacabuco, entra en el ciclo de la poesía sanmartiniana, al cual tampoco es ajeno Juan Cruz Varela con Al triunfo de nuestras armas en los llanos del río Maipo y A la libertad de Lima. Pero Varela además, se exalta - hasta la hipérbole incontenida - con El triunfo de Ituzaingó, en la cual Alvear y Brown eclipsan con sus hazañas las de Lenidas y Temístocles. No debe olvidarse, en otro terreno, que desde su exilio a partir de 1829, Juan Cruz Varela inicia la fervorosa exaltación poética del espítitu de Mayo que animará a los proscriptos antirrosistas. Su vibrante poema El 25 de Mayo de 1838, en Buenos Aires, es uno de los más rotundos entre los que unen la loa de Mayo y la execración a Rosas. Con las poesías patrióticas, nacidas entre 1810 y 1830, y también gracias a La Lira Argentina, se conservan algunas muestras de composiciones redactadas en lengua semigauchesca, casi todas correspondientes a la pluma de Bartolomé Hidalgo.
 
 
Juan Cruz Varela
 
Desde el punto de vista estrictamente literario, la de Varela es la figura de mayor relieve en esas primeras décadas del siglo XIX en la literatura argentina.
Iniciado en los clásicos, poseedor cabal de latín, tuvo claro sentido de autocrítica poética, visible en la gran cantidad de composiciones que sacrificó al intentar la colección de sus poesías, en 1831; y a través de ciertos poemas reescritos en épocas distintas.
En dicha colección los poemas se acomodan según un orden cronológico entre 1817 y 1831. Y allí figuran las poesías amatorias de la juventud, las composiciones patrióticas consagradas a próceres, triunfos bélicos y exaltaciones a los jóvenes; odas filosóficas, canciones e himnos; los elogios a la acción rivadaviana, los dolores del destierro y algunas traducciones de Horacio. Había fijado para una posible edición, además, los textos corregidos de Dido y Argia, las dos tragedias que leyó en varias noches triunfales en la tertulia privada de Rivadavia. En el destierro montevideano se ejercitó también en la versión de La Eneida virgiliana. Al morir, en esa ciudad, dejó cerrado un ciclo poético que era prolongación diciochesca; pero, al propio tiempo, anunciaba en ciertos temblores poéticos nuevos tiempos y sensibilidades, ya en vigencia por el mundo.

 



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